Las relaciones personales y profesionales giran en torno a este concepto: la autoridad. Quién manda, cómo lo hace y cuánto. Alrededor de estas tres cuestiones se dibujan los grandes desastres o los pequeños aciertos en las organizaciones. Ocurre lo mismo en las casas. Dentro y fuera, de la empresa o del hogar, encontramos ejemplos que ponen en evidencia esta tesis. Si quien manda lo hace poco o de mala manera, probablemente encontraremos una empresa o una familia sin rumbo cierto o con destino equivocado. Si se cometen excesos en el uso de la autoridad, tal vez encontremos trabajadores cargados de miedo; también, hijos asustados sin motivación ni confianza.
En las familias, en especial con los menores, la ausencia de límites suele ser tan devastadora como el grito atronador. Dicen que en Europa faltan líderes con autoridad y garra. Asusta mirar atrás y encontrarnos con aquellos que levantaron el puñal como signo de fortaleza. Conviene hacer la reflexión: la autoridad, cuando es equilibrada y sana, no pone mala cara, ni se altera, ni grita, ni levanta la espada. La autoridad, cuando tiene su dosis adecuada, es silenciosa, genera seguidores animosos que siguen un camino cargado de sonrisas y de aliento.
Me pregunto si nacemos con una tendencia ya determinada a un tipo de autoridad u otra; si nuestras vivencias personales nos empujan a evitar malos ejemplos ( entonces nos vamos al camino contario) o es una cuestión genética, de carácter, lo que determina que ejerzamos un estilo de autoridad.
No voy a contar mi infancia; sobre todo porque no es sino el recuerdo que narro de ella. Sí me consta que he tenido la tendencia a buscar la aprobación ajena en personas y personajes, no siempre merecedoras de confianza. Tal vez, nacer con una determinada tendencia al mando en vez de al consenso, me hubiera evitado muchos disgustos; algunos producto del exceso de confianza y el poco gusto por la autoridad entendida como “porque yo lo digo”.
La historia está cargada de empoderados (casi todos hombres) cargados de razones y fusiles que no han dudado en disparar. La violencia, la fuerza, la guerra y la agresión, han sido armas de poder devastadoras. Asusta el símil pero no por ello deberíamos ser incapaces de asumir la autoridad, con suficiente destreza, para decir, de vez en cuando y sus acritud ni miramientos: “Esto se hace así y punto”.