Me ha costado abrir el ordenador. Llevo tiempo sin escribirte, arrastro una vaguería preocupante desde que acabó la primavera o me anunciaste tu marcha. Nunca bebo y, esta noche, me estoy acabando el tinto de verano dulce que has dejado en la nevera. Voy por el segundo vaso y, tal vez, antes de acabar este texto, me haya fulminado la botella. Yo solo compro vino del bueno pero, esta noche, prefiero tragarme sin rechistar los restos de tu fiesta juvenil, como si fueran las últimas cucharadas de aquellas papillas de frutas que te comías por obligación materna.
Esta noche, de nido vacío, de hijos veinteañeros que emigran en busca de su vida, prefiero beberme tu botella peleona; hacer un homenaje a tantos sinsabores sin sentido, celebrar el final de una batalla sin ganadores ni vencidos o el principio de una vida de recuerdos con promesas. Los hijos se van de casa, pero nunca pensé que fueran los míos y, mucho menos, que fueras tú; eso es un trago agridulce que precisa ser digerido en más de cien sorbos de cualquier bebida dura.
Me gusta, sin embargo, este sabor a limonero dulce. Estoy descubriendo esta noche de tormenta en Madrid que el vino barato es la mejor de las verbenas añoradas; esa en lo alto de un monte en la que sentía la emoción de la mirada nueva, esperanzada o fulminante; en la que bailaba siempre o esperaba siempre que alguien me abrazara por siempre. Sin embargo, después del segundo vaso, solo se me mueven mis propias palabras solitarias y las techas del ordenador, que resuenan con golpes secos en mi memoria familiar. Me salen así, como si quisiera gritar a bocajarro la frase que estabas esperando, la nunca dicha, la callada, la que te revienta el alma:
– “No te vayas, quédate conmigo, dentro de mi vientre materno, en ese lugar en el que fuiste solo mío”.
Los hijos se van de casa y se llevan la casa a las espaldas. Observo esta noche cómo resuenan en tu habitación vacía las paredes empapeladas de palabras, algunas tan dolorosas como la infancia abandonada, los juguetes sin niño, o los cuentos sin padre. Quiero pintarlas de colores de nostalgia, de disfraces peleones, tan tuyos, tan míos, defensivos, tan reveladores: el zorro y el hombre araña ¡Cuántas batallas sin ganar! De pronto, entre la prisa y la pausa, te me vas de casa y el silencio se apodera de mi lanza.
Confieso que es la primera vez que bebo un tinto de verano con tantas ganas; confieso que he llorado sin ganas. Sé que la vida son etapas o más bien capas que encubren adioses sin lágrimas. Te escribí una carta que espero guardes en el armario de tu crianza:
– “Eres el primer pájaro que alza el vuelo de mi nido. Vuela alto, nunca dejes de soñar y, si alguna vez no te reconoces, recuerda que eres el hombre araña, el que escala las montañas, el amante de la justicia y la paz; imbatible, fuerte, bondadoso”.
Ahora sé por qué tardé tanto en escribirte. Necesitaba beberme del todo las sobras de un tinto de verano para seguir después con mis batallas, las de siempre, entre palabras y más palabras, entre @medialunacom y @_Loquenoexiste; organizando eventos, editando libros, preparando más campañas.
Estreno tiempo de adioses con bienvenidas. Voy a pintar la casa de esperanza, a barrer todas las telas de araña, a desterrar lo que me ata o me aprisiona el alma. He entendido que la vida requiere que nos quitemos esas capas que nos enmascaran el alma, que los pájaros siempre vuelan, que también, como tú, sigo alzando mis alas cada mañana.
No creo en las casualidades. Esta semana he descubierto a Héctor Abad Faciolince. Este autor sabe dar buenos consejos. Tiene un libro, Tratado de culinaria para mujeres tristes, que me viene al pelo. Pero el mejor, sin duda, es otro que habla de lo mucho que lo amaron siendo niño: El Olvido que seremos. Es un libro impresionante. Cuánto influye un padre y una madre en la vida de un ser humano. A él, su padre, lo convirtió en uno de los grandes escritores de la historia moderna. Héctor Abad es colombiano y vivió una infancia muy feliz, hasta que murió una de sus hermanas de cáncer y, sobre todo, hasta que asesinaron a su padre.
Tardó veinte años en escribir este último libro que te menciono. Para mí, su literatura, es un alivio contra la nostalgia. Espero haberte dado alguna esperanza, que sigas algún consejo o, incluso, que te reserves tu plaza en el lugar del hombre araña: vuela alto, mantente a salvo, has de saber lo mucho que te amo y, también, cómo, a veces, un libro puede rescatarte de la nostalgia. @MPpescador