Hace días que no te escribo. Te tengo descuidada; como tantas, te dejas para cuando ya no queda tiempo pendiente salvo tu noche. Soy yo. Te reconozco, sabes que me escribo a mi misma, que escribir es mi propia terapia.
Me consta que me lees, que esperas algún mensaje de ánimo; alguien que te recuerde quién eres (» una mujer poderosa, amorosa y abundante»); que asegure que el tiempo no te arruga el alma ni te desacredita. Gracias por tus palabras. Es cierto: puedes con todo lo que te echen encima. Mira lo que has conseguido en solo dos décadas: tus hijos en marcha, tu casa bien limpia, tu niña mimada, la sonrisa intacta. Claro que sí. En realidad, las tragedias no tienen nada que ver con las grandes decepciones cotidianas. Hoy, estás aquí, y mañana bailando salsa. Confía. Las tragedias las carga solo el diablo, pero a ti te acompaña Dios.
Las tragedias son como las de Manuel Azaña, el hombre que tuvo que esconderse de todos, huyendo de la guerra más incivil de España. Leo El holocausto español, odio y exterminio en la guerra civil y después (Paul Preston) y me estremece tanta amargura: «Esto sí que no lo aguanto», dijo Azaña poco antes de morir al conocer, ya en su exilio en Francia, el asesinato de su cuñado a manos de los franquistas. Cuánto odio concentrado hace apenas unos años en esta España.
Los odios colectivos me aterran. Casi nunca suelo percibir
los individuales. Toca combatir, desenterrar los males, desinfectar las heridas
del pasado, hablar de ellas para poder cicatrizarlas. No se pasa un mal solo
por obviarlo. No entiendo un luto sin llanto, porque, en algún momento, ese
dolor no curado resurgirá en forma de rabia,como las heridas que sangran y
sangran.
Toca desterrar al símbolo del holocausto español, sacarlo fuera, mostrar el
daño del germen de un terrible odio colectivo, para que nunca resucite en el
mismo lugar, para sanar en alguna medida nuestro holocausto. Conviene echarlo
de nuestras almas, que deje de estar en tierra compartida.
No me da la gana de callarlo. Me niego a perdonar sin tener curado el daño; la
gasa sobre la herida infectada agrava el mal. Perdono, pero solo después de
entendido el daño.
Todos los muertos se lloran en algún momento de nuestra vida, como yo lloré a
mi padre, día, tras día, noche tras noche, durante tantos meses que me quedé
sin ganas, renovada, aliviada de tanto llanto. Me niego a no llorar cuando toca
hacerlo. Es demasiado cruel tapar al muerto; hasta inhumano que quede en la
cuneta sin bendición ni consuelo. Llorar es, simplemente, la manera más humana
de ser, simplemente, humanos. Es cosa de verdaderos hombres y de mujeres
verdaderas.
Llorar sirve para curar el alma. Desconfío de todo aquel que nunca llora ni
recorre su alma en busca de consuelo. El que no llora, sin duda alguna, no ama.
Y ¡ay del que no ama! Desconfía del que no ama porque es capaz de generar tanto
dolor como el que mata.
Desconfío del que calla o esconde a sus muertos, del que no menciona el nombre
de su amado, enterrado en cualquier armario de la casa; del que dice no temer
la muerte, porque en realidad teme a la vida. El amor sí tiene orgullo, es el
mismo orgullo de feminista contra la Manada, el orgullo de todos los que aman al
ser humano por ser, simplemente, humano, sin género de dudas, sin edad, sin
armarios ni barreras. Todas son emocionales; pocas veces físicas.
Este es nuestro último título en LoQueNoExiste: Sin barreras, sin armarios, escrito por Jesús González Amago. Lo que está promocionando estos días Medialuna. Me siento orgullosa de haberlo cobijado en mi sello justo en la semana del amor, contra el odio.
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