Siempre he creído que los colectivos son la suma de individuos diversos. Me gusta conocer a las personas. Cada cual tiene su propia luz. A menudo, no somos conscientes de ella, nos creemos pequeños, incapaces, partes minúsculas de colectivos abstractos, indeterminados. A menudo, nos apagamos, nos oscurecemos en la inmensidad de colectivos de los que solemos quejarnos: el Gobierno, la Comunidad de vecinos, la familia.
Es más fácil camuflar nuestra responsabilidad en el conjunto de un grupo; más sencillo mirar hacia afuera que al interior, donde sin duda acabamos encontrando todas las respuestas. Por eso, a partir de este párrafo, usaré la primera persona del singular. Escribiré mi propia visión de liderazgo; compartiré lo que he aprendido intentado hacer equipo en mi propia empresa o construyendo una familia.
Celebro que estoy construyendo un equipo y creciendo
¿Qué es un equipo, cómo funciona? Siempre he preferido pensar en personas, en conjuntos de hombres y mujeres unidos por una misión o circunstancia concreta. Me consta que una sola persona es capaz de cambiar la humanidad. Intuyo, por tanto, que el poder de un equipo es o puede llegar a ser inmenso, superior. No sé si lo he logrado en todos estos años. Sigo en ello. Es sin duda alguna la tarea más difícil y de la que depende todo: Hay empresa si hay equipo. Se factura más o menos en función de la fortaleza o debilidad de un equipo.
Todo funciona cuando cuido a cada uno de los miembros; todo fluye cuando comparto con cada uno de ellos una misma visión; todo es más fácil cuando cada cual está dispuesto a dar y a recibir. Nada fluye cuando uno solo de ellos se queda atrás, pone mala cara o no comparte. Si los ingredientes de un guiso son de calidad, el resultado suele ser bueno. Y viceversa. He podido comprobarlo en la cocina de casa, preparando algo tan sencillo como un cocido madrileño; también, lo he aprendido en mi propia empresa, Medialuna, a golpe de encuentros y despedidas.
Soy la jefa desde que tengo casi uso de razón: con mis hijos y con mis empleados; en casa y en la calle. A pesar de esta condición, no siempre me he sentido poderosa, ni líder, ni he tenido la autoridad. No he sido consciente de mi verdadera responsabilidad hasta que no he comprendido lo siguiente: Las emociones son libres, no se imponen; la razón no mueve montañas, el amor sí; no es lo mismo que dependan de mí o me necesiten a que me amen; lidero cuando amo, cuando respeto, cuando aprecio y confío. En primer lugar, lidero cuando estos mismos sentimientos los tengo hacia mi misma. Todos los líderes están enamorados de su vida.
Cómo ser un líder
Sé que el camino para ejercer de líder es el de ubicarme al lado; nunca encima ni debajo. Con los hijos cuesta practicar este mandato. Sé que solo soy líder cuando estoy dispuesta a ayudar a mi hijo a crecer y al empleado a prosperar. La voluntad es clave en este proceso, pero no suficiente. Necesito conocimiento; en especial ese tipo de sabiduría que mana del corazón. Unos lo llaman intuición, otros conexión emocional, empatía o capacidad para ponerse en los zapatos del amigo, del hijo o del empleado. Sé que tengo que escucharme más en el silencio de mi misma. Para ser líder necesito dirigir primero mi propia vida, amarme, respetarme. No conozco a ningún náufrago que haya rescatado a marinero alguno. Para encontrar a otros, hay que haberse hallado primero uno mismo.
Una misión de vida
Me consta que un líder no tiene por qué ser un gran orador, ni predicar en voz alta, ni ser ruidoso; ni tener títulos oficiales que acrediten los conocimientos en determinadas materias. He conocido líderes inconscientes, de esos que lo eran sin pretenderlo; que han inspirado con su propio ejemplo, convicción de ideas, sueños, esperanzas a muchas personas, en su propia familia, en su barrio. Todos coincidían en algo: Tenían un fin, una meta, una misión y la perseguían con entusiasmo. Su pasión lograba adeptos y seguidores por donde pasaban.
Me consta que un líder es puro amor, contagia amor, lo recibe y lo entrega. Un líder crea sentimiento de pertenencia y construye equipo.
Me pregunto qué determina el éxito o el fracaso de un equipo. ¿Por qué unos logran metas increíbles y otros se quedan en el camino? La respuesta está en la cantidad de entrega, en el compromiso de cada uno de los miembros. Soy líder cuando lo doy todo y logro que cada miembro se entregue el cien por cien a la causa, al sueño o al proyecto que perseguimos juntos. No basta con decir “yo doy un diez, el otro un veinte y cada cual lo que considere y así vamos sumando esfuerzos”. El éxito solo llega con la suma del cien de cada uno, empezando por mí misma. Conozco esta fórmula maestra para alcanzar cualquier meta:
El 100% de entrega X el número de miembros de un equipo = éxito garantizado
Si me esfuerzo al máximo, lo doy todo y otros miembros de mi equipo hacen lo mismo genero una fuerza superior, impresionante, imparable; una energía llena de poderío que ilumina cualquier meta. Es así como un equipo en cualquier ámbito, profesional o personal, consigue el triunfo. La suerte es esa actitud de estar dispuesto a darlo todo por una causa común. Este es el tipo de suerte que siempre he querido perseguir, lo que me ha generado más alegrías y, también, más desvelos en mi camino empresarial. ¡Qué difícil!
El líder también es acción, movimiento, inquietud. Si no se mueve, si no actúa acorde a sus sentimientos, pone en riesgo la eficacia de su propia fórmula. El líder es un ser práctico con voluntad de dar, que inspira confianza, fortaleza y que lleva a su equipo a la acción. Primero se entrega él y de manera natural consigue que otros a su alrededor hagan lo mismo. Trabaja centrado. Inspira. Acompaña. No convence. Persuade.
El equipo, la tribu, la familia, funciona como un cuerpo humano perfecto: Cada órgano cumple su función. Solo con que una de sus manos, de sus pies o de sus dedos padezca alguna anomalía, el cuerpo se resiente por completo. ¿Acaso es posible vivir sin corazón? Algunos órganos son vitales; otros no lo son tanto pero todos, en su conjunto, resultan determinantes para la vida.
Así observa el líder a cada uno de sus integrantes: valorando la parte y la función que realiza con maestría, asegurándose de que todo funciona, admirando lo bien que respira, anda, piensa, come, besa. El líder mira con ojos bondadosos y, también, detecta los errores, los enmienda, los corrige.
El líder logra que todos trabajen con pasión y entrega
El buen líder logra que cada miembro del equipo trabaje con pasión. Sabe que el barco no navega igual de ligero si uno solo de sus marineros rema en otra dirección o simplemente se encuentra paralizado. El equipo es un todo compacto e interconectado; un puzle de piezas perfectas; un ser superior con sus propias emociones y personalidad. Una sola pieza es determinante.
Me gustan los líderes que escriben grandes frases, aquellos que han demostrado carácter, como Teresa de Calcuta; los que son capaces de confiar por encima de cualquier circunstancia, como Nelson Mandela; los que sueñan lo imposible, como Martin Luther King, los que predican amor, como el Papa Francisco. Otros anónimos, como mi padre, quien sin apenas estudios logró levantar una pequeña gran empresa y consiguió sus pequeños sueños de grandeza, de empresario, de generador de riqueza.
Los líderes son como faros que iluminan caminos; incluso en situaciones de máxima adversidad, logran salir adelante, mantienen la esperanza.
He aprendido que la mayoría de los líderes son discretos, incansables. Un líder no alardea, ni habla demasiado. Tengo que aprender a estar más en silencio. Los líderes saben escucharse a sí mismos; atienden sus propios sueños. Incluso en circunstancias adversas tienen la luz necesaria para vislumbrar su propia misión de vida. Así actuó, por ejemplo, Nicolas Winton, el filántropo británico de origen judío que salvó a 669 niños judíos de la muerte a manos de la Alemania nazi justo antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, en 1939.
Superar la adversidad, tener fe
La II guerra mundial permitió descubrir algunos hombres y mujeres extraordinarios; líderes inspiradores, como Oskar Schindler, el empresario que convirtió su negocio en un medio para salvar vidas de unos 1.200 judíos; o la valiente Irena Sendler, la enfermera polaca conocida como el ángel de Varsovia, quien salvó a 2.500 niños de las garras nazis, enterrando en su casa, bajo un manzano, los botes con sus nombres y el de sus padres para que pudieran ser reconocidos. Ni la tortura de la Gestapo consiguió doblegarla. «Yo no hice nada especial, sólo hice lo que debía, nada más», explicaba esta heroica mujer, según la biografía escrita por Anna Mieszkwoska, Irena, La madre de los niños del Holocausto.