Guardo como un tesoro este libro, desde finales de los ochenta. Fue el regalo de un amigo colombiano con el que coincidí en la universidad. Lo había comprado en una librería de Bogotá y me mostraba entusiasmado el membrete: “impreso en Bogotá, de la primera edición” para que le diera su valor. Nunca olvidaré el verano que lo leí. Tenía veinte años. Hay agostos que están marcados por las páginas de un libro; páginas en las se toman decisiones irreversibles. Son las últimas tardes de un verano lluvioso en el que todo se transforma. Los libros nos cambian. Tienen ese poder.
Cuántos buenos ratos he pasado con las palabras geniales de este impresionante escritor. Siempre me pregunté si García Márquez habría podido vivir tantas vidas distintas como para crear personajes tan reales y dispares; si habría amado tan intensamente como para imaginarse las emociones de un Florentino Ariza y narrarlas de esa manera. Cuesta imaginar tanta capacidad para emocionar a los seres humanos a través de la literatura, sin haber sentido en carne propia idénticas emociones.