Viví, en el inicio de esta marca, el desarrollo de una campaña integral de comunicación para la fusión de la antigua Catalana de Gas y Gas Madrid, en la que todo estaba por hacer: revista interna para empleados (finalmente se llamó Termia), anuncio de la nueva marca, procesos de integración de equipos catalanes y madrileños… Colaboré en el Departamento de Recursos Humanos Corporativo, donde el INI me habían destinado a realizar mis prácticas laborales por un año.
Despachos con minifaldas
Era una empresa llena de despachos que se cerraban constantemente, y de secretarias guapas con minifalda a la puerta de cada uno. Recé, durante aquellos nueve meses de permanencia, para salir cuanto antes disparada a otro destino profesional más libre, más periodístico, más creativo o más abierto, donde no tuviera que pasar la ficha magnética al entrar.
Y la consultora de Relaciones Públicas Burson Marsteller fue mi milagro de los 25 años. Recuerdo una estupenda compañera del Opus Dei- abogada también en prácticas- que insistía en que le agradeciera por escrito la nueva oferta de trabajo de esta consultora americana a Escrivá de Balaguer. No sé si fue él o ella o el destino, pero tengo aún esta deuda pendiente, la de mandar por escrito lo que entonces me pareció un milagro.
En esta empresa pasé mis primeros tres años de profesión como consultora de comunicación, de 1992 a 1995. Me impactó por su forma diferente, elegante e inteligente de gestionar a los trabajadores. Todos me parecían inteligentes y brillantes.
En aquella empresa no había jefes que gritaran ni lanzaran carpetas por los aires, ni despachos cerrados, ni jefes que querían ligar a puerta cerrada intimidando a la becaria (eso ocurrió con uno de los grandes líderes de Gas Natural, doy fe de aquella difícil situación y de mis peleas permanentes porque me llamaran por el nombre en vez de “rubia”). En esta consultora, la gente y lo que sabía hacer la gente, era lo importante. Había un espíritu, un lenguaje y un estilo con el que me sentía completamente integrada.
Mi madre siempre me dijo que nunca debí dejar aquel trabajo. Supongo que me tentó demasiado la oferta económica de Edelman, que me contrató en España junto a mi entonces jefe, Javier Puig, para abrir una oficina en Madrid.
Por la pasta
Me iba, francamente, por la emoción de poner en marcha una nueva compañía de relaciones públicas y, también, por la pasta, para qué me voy a engañar a estas alturas. La pasta, con mi hijo de seis meses, y todo por pagar y construir fueron tan determinantes como el proyecto. Ni más ni tampoco menos.
Tuve la suerte de sentir la máxima libertad y autonomía para encargarme de casi todo, de lo fundamental y de lo accesorio, en los principios de aquella agencia que recuerdo con tanto cariño. Junto a un jefe simpático e hiperactivo, a quien le gustaba más hablar, vender, viajar y conversar, que escribir propuestas en el ordenador, pude hacer casi todo. Casi todo, menos manejar el presupuesto. Hicimos un buen equipo en aquel momento del arranque, ya lo creo. Allí, en Edelman, pasé los últimos cinco años de mi carrera por cuenta ajena. Cuando empecé tenía 28 años y mi tarjeta de visita rezaba “directora general adjunta”. Pude desarrollar áreas de trabajo, la de Consumo, la de Salud, la de Public Affairs, la de Crisis; promocionar la empresa, seleccionar personas y vivir con enorme alegría cómo íbamos ampliando espacio y equipo.
La empresa creció. Yo, también. Las jornadas eran tan largas que solía acariciar a mi hijo Dani ya dormido, besarlo y abrazarlo, sin que él se diera cuenta. Había que seguir, aunque fuera excesivo, también resultaba emocionante.
La cosa auguraba larga vida. No sé por qué, Pablo siempre dice, desde muy niño, que quiere ser empresario. Y Dani, su hermano, funcionario. Estoy segura de que todo influye. Nos influye todo lo que vivimos y sentimos desde antes de nacer.