Siempre me han gustado los discursos. Escribirlos,
escucharlos. En cualquier celebración, prefiero que haya discurso. Los
españoles sin embargo somos poco aficionados a la oratoria. Cuesta imaginar aquí
un funeral al estilo americano con los amigos hablando del difunto, dedicándole
las últimas palabras. Deberíamos dejarlo escrito, para que la muerte no nos
pillara desprevenidos, sin nada que decir por última vez, sin nadie que hablara
en alto por (o de) nosotros.
Los discursos son, sin duda, una gran oportunidad para llamar la atención,
conseguir adeptos, influir, aburrir, emocionar y tanto más. Tienen- casi todos
los discursos- una sorprendente capacidad para pervivir en la memoria personal
o colectiva. Tanto si son privados, como públicos. Recuerdo casi todos los
discursos de mi vida: el de mi amiga Rocío durante el bautizó de su primera
hija en aquella iglesia de Cazorla; el de Martin Luther King, el de Leonard
Cohen recibiendo el premio Príncipe de Asturias… Los discursos suelen contener
reflexiones muy personales, emociones y vivencias difíciles de transmitir en
voz alta. A menudo, los discursos, son como la última confesión de nuestra vida
en una sola frase: I have a Dream, Yes We Can. De alguna manera,
un discurso es una especie de desnudo. No todos quieren o pueden hacerlo. Nadie
puede o debe suplantarnos, es nuestro yo sin ropa ante los demás.
Los discursos delatan a la persona, la enjuician, la retratan, la ponen en
entredicho o la convierten en dichosa para siempre. Leonard Cohen no mentía
aquella noche. Estoy segura. Leonard Cohen decía su verdad, concentrado en el
atril, hablando del olor de su primera guitarra, de su guitarrista, de cómo se
sintió ante la muerte de éste, de su poeta español Federico García Lorca. Eran
sus palabras más íntimas. Las palabras siguen emocionando, generando odios o
amores, enamorando o decepcionando. Hay que tener cuidado con las palabras. Las
palabras no pueden tomarse a la ligera, conviene pensarlas, meditarlas, porque
las palabras siguen siendo a menudo lo más importante del ser humano. En el
principio fue la palabra. Cuesta superar algunas palabras. ¿Se dice lo que se
dice porque se siente lo que se dice? ¿El cómo se dice es más importante que el
qué? Martin Luther King también decía la verdad desnuda, emocionada, alta,
cuando comenzó a pronunciar I have a Dream. Era el qué. Pero
también el cómo.