De esta cuestión se han escrito tratados y libros. En los últimos años, de autoayuda, con grandes éxitos comerciales, como si se tratara de un descubrimiento en el ámbito de la gestión empresarial: los directivos, para crecer y conseguir el máximo rendimiento de su equipo, han de mostrar confianza. “La confianza es rentable”, escribe Miguel Ángel Aguirre en su nuevo libro Tribulaciones de un Directivo en Paro, que edita LoQueNoExiste este mismo mes de julio.
Pero algunos clásicos, como Michel de Montaigne (1533-1592) ya lo habían anunciado y escrito mucho antes. “La confianza en la bondad ajena es testimonio no pequeño de la propia bondad”, dijo en sus maravillosos Ensayos. Cierto, para confiar hay que creer necesariamente que el otro puede y es capaz, hay que valorar y en cierta medida respetar al que se tiene en frente, o debajo, o al lado. Si no se ama, ni existe cierta admiración, no se confía. Tampoco en el ámbito de la empresa. No siempre el jefe tiene capacidad de confianza. Esta depende o es directamente proporcional a su dosis de bondad. Si el jefe es bueno, por principio, confía. Y el equipo lo percibirá. Otra cuestión es el resultado de todo ello. Si la confianza es mutua o no.