Un cliente no es un amigo, ni un primo, ni un jefe, ni un subordinado. Un cliente es una cosa rara a la que uno ama (o necesita amar) y sin embargo no está dispuesto ni a regalar su tiempo libre, ni sus vacaciones de verano, ni su dinero, ni tampoco intimidad. Un cliente es una especie de foco de atención luminoso que absorbe tu inteligencia, esa que decides venderle a cambio de unos cuantos euros.
Dicen que triunfan aquellos que aman a sus clientes, que hacen oficio con pasión. O viceversa. Un ejército de coachs, entrenadores emocionales y vendedores de felicidad trabajan convencidos de que sólo aquellos que logran descubrir su verdadera misión, que escuchan con profundidad esa voz interior que guía sus pasos profesionales, logran clientes amorosos y fieles. Opinan convencidos que todos tenemos una habilidad especial para servir a otros. Y, el problema, la relación compleja, la falta de conexión con un cliente, aparece cuando no conectamos con esa misión trascendente para la que estamos creados. Ni ese cliente nos corresponde, ni tampoco lo deseamos.
Detrás de las facturas y el trabajo dedicado a los clientes se encuentra esa maraña emocional que marca el rumbo de las cosas. Frente a la técnica y el dato de los resultados (tanta visibilidad, tanto prestigio, tantos eventos, tantos encuentros y tantos actos) se impone “esa cosa con plumas” que diría Woody Allen llamada confianza, ese detalle absurdo que colma el vaso, esa negatividad elevada a la enésima sin razones objetivas. Es, sin duda, la confianza, arma arrojadiza o aliada incondicional de cualquier cliente-proveedor de servicios.
Todo gira en torno a este concepto que no es otra cuestión que sentirse arropado, seguro y tranquilo, con ese proveedor al que no solo pides resultados, sino también afecto. Como en los largos matrimonios, las relaciones que empezaron siendo arrebatos pasionales, a menudo encallan y tropiezan en la rutina de las zapatillas de cuadros con tortilla de patata. Y, cuando esto ocurre, considerando que un cliente no es familia, ni amigo ni primo sino cosa rara, lo mejor es dejarlo marchar, para que descubra las ventajas o inconvenientes de una nueva relación, no siempre mejor que la anterior; no siempre más amorosa y sensata. Porque del amor, como de los clientes, uno puede esperarse cualquier cosa sin explicarse nada. No hace falta. ¿O sí?