Hace trece mayos que inscribí legalmente Medialuna. No recuerdo el lugar exacto en Madrid, ni la cara del notario en la firma de escrituras. Tampoco recuerdo las muchas ventanillas únicas que durante más de 40 mañanas (en las tardes, nunca abrían) recorrí hasta constituir oficialmente esta empresa. Pero jamás olvidaré la alegría que sentí al saber que esas nueve letras de Medialuna estaban libres y que, por tanto, la marca podía ser registrada oficialmente por mi. Esto puse: Medialuna Comunicación, Sociedad Limitada Unipersonal. La última palabra hubiera preferido obviarla, pero así debía figurar por ley el sello empresarial de una socia única.
Recuerdo con nitidez mi gran emoción al salir de aquella oficina de registro de marcas: sentí como si casi todo lo importante lo hubiera conseguido. Fue una ilusión enorme. Ni siquiera tenía claro si iba a poder costear las 100.000 pesetas mensuales (600 euros hoy) por aquella primera minúscula oficina que alquilé en la calle Sor Ángela de la Cruz. Ignoraba cuáles serían los destinatarios de las primeras facturas, pero me vibraba el corazón.
Conservo pocos papeles de entonces. Me pregunto a veces por qué no enmarqué para siempre en la pared de la agencia la primera factura con el NIF B82632738; o las primeras fotos de un incipiente equipo. Debería haber guardado al menos una entrevista casera e informal ante cámara hecha por mi propio cuñado, Armando Comín, en mayo de 2000, en la que vaticinaba cómo sería Medialuna al cabo de diez años. La anduve buscando por casa y nunca la encontré. ¡Un desastre!
Cierto. Siempre tuve prisa, poco tiempo para recrearme en el pensamiento o valorar sentidamente los pequeños logros que hacían posible que fuéramos prosperando mes a mes como empresa. Me he pasado los últimos trece años buscando más y más, planeando el próximo paso; en gran medida, insatisfecha. Tal vez esta actitud irreflexiva me ayudara a no sentir preocupación, ni desconfianza, en aquellos excitantes inicios. Tal vez fuera esa también la razón por la que hoy, lo que retengo con mayor nitidez en mi memoria siga siendo la ilusión de aquella mañana al registrar la marca; esa maravillosa sensación de triunfo sin apenas tener nada, ese soñar en positivo. ¿Sería entonces una inconsciente? Hoy me produciría dolor de estómago imaginarme sin clientes, sin recursos para hacer frente al alquiler, o sin objetivos claros en el presupuesto anual. Hoy, probablemente, soy más miedosa. O, si lo prefieren, más consciente.
Juan Ricbour, el hombre que diseñó la marca Medialuna en plata y verde, maravilloso artista y amigo, me había recomendado a principios de 2000 usar mi propio apellido resaltando la primera y la última de sus letras: PR (de pescador), por la facilidad de identificar la especialidad de los servicios (Public Relations, en inglés). Pero insistí en mi idea. Quería una marca independiente, libre de madres o padres, comunitaria, con la que cualquier profesional pudiera identificarse. Medialuna lo tenía todo para mi. Era un nombre femenino, luminoso, creativo, lleno de sueños, capaz de brillar en medio de la oscuridad, relacionado con el trabajo de la comunicación, con las tareas de la gestión profesional de medios. Suficientemente distante de la tierra, pero al mismo tiempo cercano. Aquellas maravillosas noches en las que aún no existía la empresa, pero la soñaba en la terraza de casa mientras miraba la luna, formarán siempre parte de mis buenos recuerdos; como la primera mañana con Medialuna.